Leo el balance del cantante Melendi mirando desde el retrovisor de la madurez la huella de su juventud: «Hasta que te das cuenta de que no eres tan macho, ni que nadie es tan fuerte, no avanzas. Yo tuve la adolescencia más larga del mundo, como dice mi madre, me duró hasta los 30 años. Cuando te quitas las tonterías, te das cuenta de que eres sensible, de que estás comprometido con tu entorno y de que no piensas solo en ti mismo», dice sobre su proceso de cambio.
Lo bello de esa reflexión radica en cómo se desplaza el eje del centro de gravedad de lo que nos interesa. Curiosamente en la juventud dominan las expresiones egocéntricas (yo, me, mi, conmigo) aunque muchas veces se utilizan para robustecer los ideales fogosos de un mundo mas justo o libertario (“soy así”, “soy libre”, “podemos cambiar el mundo”, etc). Se explica la conocida frase del canciller Willy Brandt “quien no es comunista a los veinte años no tiene corazón… Y quien sigue siéndolo a los cuarenta, tampoco”.
El problema viene dado en ese período que todos atravesamos (unos mas brevemente que otros) bellamente calificado como “adultescencia” en que los adultos nos aferramos a valores e impulsos juveniles y llevamos a adoptar impetuosas decisiones que algunos califican de «tonterías».
1. Sin embargo, evolucionar es bueno y hasta necesario. Lo importante es que nos gobiernen razones y no las emociones.
Hace poco, un buen amigo (¿crisis de los cuarenta, cincuenta?) me confesaba que dejaba a su mujer y dos hijos (en sentido fìsico o proximidad, no en el afecto y respeto) porque estaba enamorado de otra mujer. No le hice reproches porque cada uno es el supremo juez de su vida y es quien mejor conoce el porqué del cambio de rumbo (experiencias, vivencias, prejuicios, filias y fobias, tedio, tensiones inconfesables, etc). Sin embargo, mi primera y directa pregunta fue: ¿lo has pensado bien?; cuanto mas impacto en nuestra vida y la de los demás tiene una decisión, mayor deber moral tenemos de reflexionar dejando aparcadas las vísceras, apéndices e instintos.
Si miramos hacia atrás (yo el primero) para repasar nuestros errores, comprobaremos que buena parte de ellos responden a decisiones tomadas:
a) Con precipitación;
b) Con las tripas (instintos bajos o bajos instintos);
c) Por la influencia de otros.
2. Es cierto aquello del matemático Pascal de que “el corazón tiene razones que la razón no conoce”, pero nosotros somos quienes debemos vivir con nuestros aciertos y errores por lo que tenemos que darnos un mínimo de sosiego para reflexionar serenamente en las grandes encrucijadas, decidir y obrar en consecuencia; muchas decisiones (trabajo, pareja, residencia, vehículo, etc) se toman bajo esa trampa psicológca que se conoce como la “falacia de la planificación”, o sea que en un platillo de la balanza ponemos la situación de inercia o problema (“lo malo conocido”) y en el otro platillo ponemos la situación soñada y que nos ilusiona (“lo bueno por conocer”). Y así se explica lo fácil que es comprar una bicicleta de gimnasia o pagar por un programa de dieta o asumir el compromiso de no engordar o dejar de fumar (eso sí, celebrando el último día con una buena comida o cigarro), y lo difícil que resulta afrontar el día después porque no es tan fácil conseguir el sueño planificado. Sucede habitualmente ante los frágiles propósitos cara al año nuevo.
De ahí la importancia ante las decisiones cruciales de reflexionar e incluso contrastar la duda con amigos de verdad (la distancia ayuda). Otra cosa: decidir con rapidez y perseguir quimeras puede enterrarnos en vida. Nuestros errores pueden perseguirnos implacablemente.
3. Nos engañamos si no ponderamos bien los pros y los contras.
Todos los cometemos pero bien está no ser reincidente y que lo urgente, los espejismos, no nos arruinen lo importante: poder mirarnos orgullosos al espejo con orgullo, y decirnos» somos dueños de nuestra vida; y la gobernamos con razones que desvelan lo que se esconde tras los sentimientos y emociones«. Si París “bien vale una misa” (como confesó Enrique IV de Francia para mantener el trono con su conversión al catolicismo), nuestra felicidad bien vale una serena reflexión. Esa es la clave y pauta.