Hace unos días tuve ocasión en la Universidad de Salamanca de ofrecer una charla a un entorno de profesionales, conocidos y amigos. Me sentí feliz, cómodo y cálidamente acogido pero al saludar en el pasillo o durante el tentempié a las personas que se me aproximaban, me tropecé con situaciones embarazosas.
Era el caso de quienes me saludaban afectuosamente y pese a que reconocía su rostro, no era capaz de recordar el nombre ni situarlo en escenas de mi pasado. Dicen que eso pasa con la edad pero empieza a ser preocupante, aunque hay que tomárselo con deportividad y encararlo como un reto o juego que puede salvarse con pequeños trucos.
Y no penséis que no os pasa o no os pasará. Me temo que nadie se librará de esta zozobra, así que intentaré explicaros como salir del paso o al menos como sentirse mejor.
1. De entrada hay que tener claro que no es adecuado ni cortés la conducta de espetar al primer encuentro aquello de “¿No te acuerdas de mí?, ¿No me reconoces?”, o fórmula similar.
Y digo que no resulta cortés porque supone “retar” al preguntado y colocarle en situación incómoda. No todo el mundo tiene la misma amplitud de círculos sociales ni “disco duro” de memoria y por ello lo ideal y fetén es saludar presentándose uno mismo, y con fórmula mas neutra y menos invasiva del estilo: Soy Perico Palotes, ya sabes, de la celebración, etc. Y entonces, nosotros ya informados de nuestro interlocutor, podremos confirmar: ¡Claro!, ¿Cómo estás?, ¡Qué bien!.
2. Ahora bien, lo cierto es que de buena fe y sin ánimo de molestar, muchas personas se te acercan y te preguntan si les recuerdas. Es un momento angustioso, puesto que todos somos educados y espetar como respuesta un frío “No le recuerdo” puede ser desconsiderado o humillante para el que pregunta.
Es un momento fugaz pero de redoble de tambores interiores, puesto que tú puedes ver el semblante suplicante de quien te pregunta y él no puede ver la zozobra que se agita en tu interior por no recordar su identidad. En esos instantes, tu cerebro galopa buscando angustiosamente pistas en la indumentaria, en el gesto o marcas.
La solución a la situación es diversa.
La franqueza: “Pues me tienes que disculpar pero no te reconozco”.
El contraataque: “Claro que sí, pero… ¿a que tú no recuerdas donde nos vimos la última vez? (Así intentamos obtener una pista salvadora con su respuesta).
La evasiva: “¡qué alegría volver a saludarte!” (lo que quizá puede llevar a la perplejidad del interlocutor si sabe que la relación en el pasado fue episódica o tensa).
3. Lo cierto es que se plantea un dilema moral a la hora de responder a la pregunta incómoda de si le reconocemos. O utilizamos una mentira piadosa, con el consiguiente riesgo: “¡Claro, como no te voy a reconocer!”.
U optamos por la verdad ofensiva, que resulta descortés: “Ni idea, discúlpame”.
4. Cuando era jovencito recordaba caras y nombres con nitidez y de forma espontánea. Conforme maduramos, los nombres van borrándose y quedan los rostros. Y algo me dice que con el envejecimiento se borrarán de la memoria los rostros y los nombres.
Este fenómeno es debido a una doble circunstancia o leyes, que denominaré la “ley de la economía mental”, y la “ley del recuerdo sensible”.
La ley de la economía mental. El cerebro pese a la leyenda de su potencial ilimitado, se aplica en la noche durante el sueño a una labor de ordenar las experiencias acumuladas durante el día en forma de sensaciones, emociones, tensiones, lecturas, audiciones, visiones,etc, y por algún mecanismo autónomo procede a seleccionar los recuerdos que deben conservarse y los que deben eliminarse y que pasan a una especie de trastero remoto o segundo plano (en ese ámbito solo pueden rescatarse con “ganchos” de relaciones o asociaciones de ideas o bajo hipnosis).
Suelen distinguir los neurólogos la “memoria de trabajo”, la que manejamos de inmediato en un círculo temporal próximo (información kleenex, de “usar temporalmente y tirar”) y la “memoria remota”, que se alimenta de conocimientos que nuestro cerebro considera útiles tener en pronta disponibilidad.
Y por eso, si alguien tiene muchos círculos sociales, si por su trabajo transitan muchos rostros (p.ej.un profesor con sus alumnos, que cambian en número o identidad cada año) el cerebro baja el nivel de captura de imágenes y ni se molesta en asociarlo con el nombre, y además cada año aprende la pauta que le permite relegar los menos significativos hacia fosas insondables de la memoria.
La ley del recuerdo sensible. Todos sabemos que la facultad de recordar se facilita mediante trucos nemotécnicos o asociaciones naturales y llamativas (por ejemplo es difícil olvidar a quien nos presenten como Don Orejudo si además tiene unas enormes orejas como Dumbo). Pero sobre todo, los recuerdos dejan huella si despiertan emociones o sensaciones nuevas, esto es, si se vinculan a nuevas experiencias.
5. De ahí que en la infancia y adolescencia suelen vivirse nuevos conocimientos y situaciones, lo que lleva a que el cerebro tenga anclados nombres y rostros (del colegio, de la Facultad, del ejército, del club deportivo,etc). Sin embargo, cuando la rutina se instala como consecuencia de la mayor edad, y cuando el cerebro se sorprende menos, o cuando espera menos de las personas que le presentan, se produce el relajo de la mente y no se presta tanta atención al nombre.
Por eso, en las reuniones, jornadas, congresos y eventos profesionales, antes me resultaba chocante e inútil el “crotal” o colgante con tarjeta identificativa, con el que cada uno exhibíamos el nombre, cargo y origen, cual oveja churra.
Sin embargo, con el tiempo lo valoro más y me temo que no tardará en llegar el día en que la organización de un evento facilite el mismo día de llegada y recepción, una clave o sistema de reconocimiento facial de los asistentes, de manera que cualquier participante pueda apuntar discretamente su Smartphone a la persona a distancia y ver en pantalla su identidad, nombre, apellidos y cargo.
6. Hoy día la sociedad es mas compleja y con mas movilidad y por eso no lo tenemos tan fácil como cuando el explorador Henry Stanley, lanzó aquella famosa frase de presentación en las costas del lago Tanganika en 1871: ¿Doctor Livingstone, supongo?. Y es que no hacía falta gran prodigio deductivo para saber en medio de un poblado africano, donde se busca a un anciano misionero escocés, que aquél hombre blanco, elegante y rodeado de oscuros nativos era David Livingstone (posiblememente el único que llevaba zapatos en un radio de quinientos kilómetros).
7. Desconozco la razón, pero lo cierto es que hoy día cuando me presentan a alguien, y sobre todo si me presentan varias personas sucesivamente en círculo o grupo, tengo la costumbre de fijarme en los ojos y gesto de boca (sonriente, tenso u hostil) de manera que esa atención visual parece compensarse con la baja atención que presto a la voz de quien me lo presenta o como se presenta. Eso conduce a la incómoda situación de que en los momentos siguientes, según se conversa o si se comparte mesa, tengo que hacer los deberes que no hice, y me esfuerzo por ir averiguando los nombres y apuntalarlos de algún modo.
8. En fin, en cualquier caso, todo lo expuesto cumple una doble misión.
Por un lado, pedir disculpas a aquéllas personas que amablemente alguna vez se han dirigido a mí y no he podido corresponderles con la mención de su nombre de pila, y por otro lado, confesárselo a los lectores para que si alguno está en el caso, no se sienta una rara avis, sino algo normal.
Y es que digámoslo claro, es normal no reconocer los nombres (incluso hasta resulta propio de higiene mental en algunos casos en que me siento Cervantes porque hay personas “de cuyo nombre no me quiero acordar”). Lo que resulta mas preocupante es no recordar otras cosas… porque por cierto… ¿cómo diantres me llamo?