No estoy orgulloso de incumplir las normas pero debo confesar que me las he saltado este verano con esta experiencia que paso a contar, por aquello de desahogarse y compartir infortunios. Eso sí, por si las autoridades policiales removiesen la cuestión, lo negaré todo y me escudaré en la calenturienta imaginación del que les habla.
Así que hace un par de días acabé cediendo a la presión, chantaje o ruegos de mi hijo de 17 años para que le enseñase a conducir el coche y poder obtener pronto el permiso de conducir. La petición estaba sólidamente fundada: “todos mis amigos saben”, “a ti te enseñó tu padre”, “he estudiado mucho y me lo merezco”, etc.
Contra mis principios, cedí y propuse como horario para el ritual de iniciación las ocho de la mañana, cuando menos riesgo de personas o vehículos podíamos tropezarnos. Pero a esa hora el señorito adolescente regresaba de sus fiestas, o sea que era muy temprano y no podía.¡ Juventud, divino tesoro! O sea que olvidando el ideario del padre perfecto, me comprometí a enseñarle el artilugio mecánico al mediodía.
El resultado fue una experiencia mística porque como padre estuve al borde de la taquicardia, estigmas y sufriendo lo mas parecido a un martirio. Les cuento…
1. En medio del páramo leonés y bajo el sol bañezano, rodeado de trigales, y con el coche situado en un estrecho camino de arenisca rojiza, propio de concentración de fincas, por donde no se avistaba a nadie, nuestro héroe se colocó en el asiento del copiloto para dar las instrucciones. El novicio se sentó al volante. Me recordó, salvando las inmensas distancias, el ritual de iniciación del joven masai para cazar un león, siendo acompañado por un viejo de la tribu.
2. Con carácter previo, indicaré que el coche a utilizar era un viejo Lancia rojo (decorado de forma psicodélica), sin aire acondicionado para mas inri, al que se pagaban los servicios prestados durante mas de veinte años, como al caballo viejo, siendo ahora utilizado de coche de pruebas. Lógicamente, dicho vehículo no tiene pedales paralelos para frenar en el lado del copiloto (como los de las autoescuelas), lo que supone un factor de incertidumbre y riesgo notables.
3. Antes de iniciar la clase, ambos sentados en el coche, resultaba bello que un padre y un hijo tuvieran unos instantes de complicidad y aventura. Una generación enseñando a la siguiente. Es maravilloso poder ser útil al hijo que reclama nuestra ayuda, antes de que se inviertan los papeles. O sea, me sentía padre, maestro y camarada, lo que es mucho en tiempos en que los jóvenes van a su bola. Es cierto que era un ruego interesado de adolescente y que detrás vendrían otras sangrías (comprar un coche, mantenerlo, pagar la gasolina, preocuparse por su uso y seguridad personal, etc).
4. Lo primero, le pregunté si sabía como funcionaba mecánicamente un coche, lo que mereció un impaciente “Sí, claro”. O sea, ni pajolera idea. Con su ansiedad, no tuve ocasión de darle la tabarra sobre las leyes del movimiento de Newton ni sobre la combustión ni sobre energía cinética, ni sobre el rozamiento, ni tantas cosas que alguien debía haberle enseñado en el colegio.
Pero en fin, no pasa nada por no saber el funcionamiento del aparato que tiene nuestra vida – y la de los demás- en sus manos (o ruedas). Al fin y al cabo, he volado en avión y navegado en barco pero me siguen resultando inaccesibles los detalles que explican como es posible que siendo avión y barco mas pesados que el aire y el agua respectivamente, se mantengan flotando en tales medios.
5. Lo segundo le expliqué la funcionalidad de los retrovisores, intermitentes y cinturones de seguridad, confiando en que los utilizase mas que las luces y casco en su actual bicicleta. También le advertí del mayor de los sacrificios a su edad: no poder usar el móvil mientras conducía.
Y ya le hablé de los tres pedales y la palanquita. Lo de los tres pedales porque es un coche viejo, no automático, o sea, aquello de embrague, freno y acelerador. Con el coche parado le pedí que los pisase a mis órdenes, sin mirar, al estilo cuartelario. ¡Rápido, embrague!, ¡¡Rápido, freno!!, ¡¡Ya, freno y embargue!!. La cosa no iba mal. Solo faltaba arrancar y poner las marchas.
De las marchas le expliqué las cinco posiciones de la palanquita con advertencia expresa de lo gravísimo que era tocar la palanca sin pisar el embrague así como los destrozos que podría ocasionar pasar bruscamente de marcha o sin pasar por las intermedias. Me miraba emocionado y con cara de “Corta el rollo, que quiero conducir”.
Finalmente le tocó la hora a la llave de contacto, en que le pedí que la moviese hacia delante hasta que brotase un ronroneo de gato, y entonces la soltase para que ella misma retornase al reposo.
6. Repasadas las instrucciones, en mi papel de monitor, le dije algo parecido a lo que dijo Napoleón en Waterloo, y me temo que con similar final: ¡Adelante!. La fiesta comenzó.
El joven piloto no conseguía girar la llave del contacto y se ponía nervioso por momentos. Yo esperaba en silencio, pero como le veía forzar el giro, le dije: ¡Con cuidado y mueve un poco el volante a ambos lados!. Nada, ahora se escudó en replicarme que “Este volante está muy rígido y la llave atascada”. Algo muy juvenil, descalificar las cosas antes de intentar buscar soluciones.
Estiré el brazo derecho para agarrar y sacudir el volante mientras con la mano izquierda giré la llave, y el motor respondió con alegría. ¡Vaya, ya estaba arrancado!
Le animé a que avanzásemos, dejándole actuar. Con cara sonriente e ilusionada, metió la primera y el coche…”se caló”. Con paciencia monástica le recordé que convenía pisar el embrague a la vez que se mete la marcha.
Volvió a arrancar el coche y se volvió a calar otras tres veces. «No pasa nada”– le tranquilicé mientras yo me intranquilizaba.
Por fin, cuando mis súplicas internas fueron oídas por el Dios de los padres al borde de un ataque de nervios, mi hijo pisó nuevamente el embrague, metió la marcha, y … ¡ el tiempo se detuvo!. Soltaba tan lentamente el embrague que pensé que me saldrían canas antes de avanzar, pero las canas que me salieron fue cuando en el último tramo lo soltó de golpe mientras aceleraba y el coche avanzó a trompicones con jadeos, como un caballo al que se le espolea y simultáneamente se le frena por el bocado. El coche se paró bruscamente.
Respiré hondo y me pregunté por qué no era obligatorio junto al extintor que los coches tuvieran desfibriladores. Haciendo acopio de paciencia, volví a recordarle que hay que desembragar con suavidad mientras se acelera, y le puse el ejemplo de los vasos comunicantes que conforme uno baja el otro correlativamente desciende. Incluso con mis manos le ejemplifiqué como una mano bajaba y la otra simultánemente subía.
Volvió a intentarlo. Fracaso. Volvimos a intentarlo, y digo, volvimos, porque yo volví a intentar mantener la compostura. En ese momento consideraba que mis dotes docentes eran nulas y me preguntaba si la condición de padre era atenuante o agravante en caso de agresión.
7. Tras varios intentos el resultado fue el siguiente. Un padre preso de taquicardia y al borde de la apoplejía. Un hijo convencido de que el coche era viejo y era imposible que funcionase. Y un coche que si pudiera hablar exclamaría: “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”.
Por si fuera poco, nos rodeaba un fuerte olor a quemado, procedente del embrague, y una polvareda de los tirones y frenazos por el camino. Éramos lo mas parecido a los dragones chinos que vomitan fuego y humo.
Sin embargo, conseguí que pusiese el mismo empeño en el coche que en hacer botellón en las fiestas del pueblo, así que logró que el coche arrancase y que con el juego (o tortura) de embrague y acelerador, avanzase unos metros. Una vez conseguido, apliqué el castizo “quien hace un cesto, hace cientos”, así que le pedí que avanzase, frenase, parase el coche y… ¡vuelta a empezar!. Y lo consiguió. Consiguió unas siete veces que el coche respondiese a sus maniobras… de unos treinta intentos. Una proporción de errores que si fuese en un hospital, sería recalificado como matadero. También consiguió que yo respondiese a sus preguntas sobre sus errores que no consideraba suyos… y consiguió que respondiese a gritos y con espumarajos. También consiguió que algunos campesinos próximos detuviesen su labor y nos observasen con curiosidad preocupada.
Si una nave espacial de extraterrestres viajase a nuestro planeta de vacaciones y observase un objeto rojo envuelto en humo y polvo, posiblemente informaría que nuestra tecnología era retrasada pues solo avanzábamos unos metros cada media hora, además que los seres humanos tropezábamos en la misma piedra cientos de veces, y que del interior del coche brotaba un griterío confuso.
La cosa no podía ira peor… o sí. Porque cuando el coche avanzaba a trompicones, antes de volver a pararse, pude ver que hacia nosotros, por el camino de piedra y arenisca, venía un enorme tractor. Rápidamente le dije a mi hijo que arrancase y se apartase. Se aturulló. También me aturullé yo porque el tractor cada vez parecía mas grande y sin ganas de apartarse. Intenté recobrar la compostura de los generales y de los héroes de las películas y dije aquello de: “Tranquilo, con calma arranca, pulsa el embrague, suéltalo suavemente y acelera”. Milagrosamente dio resultado, lo hizo, y el coche empezó a moverse, pero quedaba sin resolver el cómo cruzar un tractor y un coche cuya anchura conjunta excede el ancho del vial, así que le grité: ¡Suelta el volante y déjame manejarlo desde aquí!. Extendí mi brazo izquierdo y moví el volante hacia el borde de la cuneta mientras el coche avanzaba y el tractor hacía lo propio de su lado. Superamos la prueba pese a que vislumbraba el titular periodístico del caso.
8. Llegó la hora de enseñarle algo más: a tomar las curvas. Al ser caminos de concentración parcelaria son redes de caminos perpendiculares, así que le dije a mi hijo que a la gran velocidad que íbamos (unos diez kilómetros por hora) girase a la izquierda en la primera y única desviación. Esperé confiado y en silencio los treinta metros que nos separaban, y le dije… ¡Ahora, gira, gira yaaaaaaa…! Agarró el volante con ambas manos, cruzó los brazos, pero el coche seguía de frente y el árbol del cruce no se apartaba, así que añadí crispadamente: “¡¡Giraaaa, frenaaaaaa!!. No había tiempo para arrojarme en marcha así que me abalancé con los dos brazos al volante y rozamos el árbol de la derecha antes de irnos por el volantazo hacia las zarzas del lado contrario, pero como hay un dios o energía o algo que controla el mundo, mi hijo consiguió frenar el coche… y se caló. La estampa debía ser muy bella para el extraterrestre de antes, porque podría ver un coche oblicuo y atravesado en una intersección perpendicular de caminos (y un árbol que se lamentaba de tener raíces y no pies para ponerlos en polvorosa).
A estas alturas de la clase, dije aquello tan terrible de: “Hijo, déjame conducir. Déjame a mí. Volvemos a casa”. Cristóbal Colón tenía fe y aunque no veía tierra firme, siguió adelante pese a las penalidades. En cambio yo ya arrojaba la toalla y dábamos la vuelta (realmente el viaje de vuelta no era muy largo, porque estaríamos a unos trescientos metros de la civilización, dada nuestra velocidad y evoluciones).
Estoy seguro que aprenderá a conducir y tal y como le dije, no se preocupe, que será tan buen conductor como los demás… El problema es que muchos de esos «demás» serán adolescentes atolondrados como él, así que no desentonará. Esto es una broma, porque realmente la clase fue tormentosa pero el fruto positivo.
9. Mi hijo, buenísima persona y mas paciente que su padre, estaba emocionado por haber conseguido conducir (aunque me temo que esa palabra significa otra cosa en los países avanzados), e incluso agradecido.
Yo también estaba emocionado por haber conseguido sobrevivir, e incluso agradecido de poder asumir los mandos y pisar tierra firme.
Sin embargo, me temo que el maestro aprendió mas cosas que el alumno.
- La ley de la relatividad, ya que esa media hora me pareció una eternidad.
- La capacidad de autocontrol del ser humano que ante situaciones extremas, con la edad, consigue frenar los impulsos agresivos.
- Que las normas están para algo, por lo que no debe enseñarse a conducir fuera de profesionales en autoescuelas.
- Que lo de “zapatero a tus zapatos” encierra mucha sabiduría.
Pero sobre todo fui consciente de lo indulgentes que somos con los propios errores y lo duro con los ajenos, porque he de admitir que muy parecida fue mi experiencia con mi propio padre por unas carreteras locales de Llanes, cuando intentaba enseñarme a conducir a mis 17 años y pese a que yo calaba el coche una y otra vez, y me sentía el más torpe e inútil del mundo.
O sea, cuando era joven alumno me sentía torpe y ahora como maduro profesor también. Algo tiene mi generación que siempre nos toca de perdedores.
La vida pasa en unos raticos
http://www.granadablogs.com/juezcalatayud/2017/08/has-sido-un-buen-hijo-pero-me-hubiera-encantado-que-algun-dia-me-hubieras-invitado-a-comer-a-un-buen-restaurante-joder/
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Mi relación con la denominada generación Z (los nacidos entre 1995 y 2010, el 17% de la población española) la mantengo a través de mis hijas. Estas cachorritas de personas son, junto con la madre que las trajo al mundo, lo que más quiero y más satisfacciones y dolores de cabeza me da. Aunque a veces, lo confieso, la relación pueda llegar a ser desesperante, desconcertante y hasta enigmática y difícil. Pero, así debe ser, dados nuestros antagónicos papeles.
Y es que, más allá de que sean básicamente buenas, muy abiertas a la diversidad, refractarias a los roles de género y solidarias. Suponen que todo es, está y puede conseguirse a través de internet (Vgr. aprenden por tutoriales; realizan sus tareas y labores online; leen -más bien poco- y comunican a través de tablets y dispositivos; disfrutan de películas, juegos y música; compran en tiendas virtuales; toman sus opiniones a partir de lo que dice –de forma mayoritariamente descontrolada y engañosa- la red; etc.). Imaginan que el mundo real está en las redes sociales (sin embargo, perteneciendo a muchas, no tienen relación con la gran mayoría de sus miembros). Y se consideran autosuficientes (pero, paradójicamente, necesitan todo el tiempo de la aprobación de su grupo de iguales; tienen poco espíritu crítico –y autocrítico-; se escaquean siempre que pueden de compartir las labores de la casa; su dormitorio, ropa y baño están normalmente desordenados, aunque siempre quieren salir guapas, limpias y planchadas; etc.).
Con estas premisas no es de extrañar que: cueste una enormidad interesar o llamar -no digamos ya mantener- su atención; no reciban de buen agrado ordenes –por más justificadas que estén-; sean extraordinariamente impacientes –pues, desde su óptica, todo se puede conseguir a golpe de clic y están en continuo zapping “mental”-; manifiesten una notoria hipertrofia -e incluso un cierto desinterés- en sus habilidades sociales y relaciones interpersonales.
Pero, a pesar de todo lo dicho, no debemos caer en el desánimo. Pues existe un eslabón que permite enlazar a nuestras distantes generaciones. De hecho siempre ha existido y existirá. Es el enseñar a nuestros hijos a “conducir” su vida. Labor ciertamente ingrata y sufrida, pero irrenunciable, que sirve para expresar de forma metafórica que estamos aquí para evitar que se estrellen. Porque ¡si se estrellan, te estrellas con ellos! Y has fracasado.
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Jajajajaja. Cómo te entiendo. Acabo de pasar por lo mismo con mi hija menor. Entre las ventajas (o al menos diferencias) de las que disfrutamos quienes vivimos en el campo está la autoformación en conducción. Antes que el coche a veces se suele comenzar con la cortacesped (que aunque carece de embrague es un buen comienzo por su escasa velocidad) o el pequeño tractor (en este caso porque la necesidad obliga a ayudar en casa con las labores del campo) y luego con el coche por caminos rurales, en zona llana y de amplia visibilidad o, mejor aun, en una amplia campa sin árboles ni obstáculos hasta que el aprendiz coja el punto del embrague. En mis tiempos si teníamos hermano mayor era éste quien nos enseñaba a manejar el coche (fue mi caso), comenzando siempre por la parte de seguridad. En mi caso con mi hija (antes con mi hijo) yo siempre llevaba la mano en el freno de mano y nunca permitía marcha superior a tercera, de forma que con solo dejar de acelerar y accionar despacio el freno el coche se detenía. Solo me hizo falta una vez.
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