Esta mañana iba al trabajo cuando me dispuse a cruzar por un paso de cebra y tras mirar de reojo el coche que se aproximaba a gran velocidad no pude menos de preguntarme por las numerosas veces que confiadamente nos jugamos la vida porque nos fiamos en que debe suceder lo normal.
O sea, confiamos en que el conductor nos vea, que frene a tiempo y que el vehículo tenga buenos frenos, pese a que es posible –no probable– que el conductor al que no conocemos, quizá no nos vea porque hay momentos de luminosidad que dejan lugares ciegos donde no se distinguen las figuras, o quizá esté distraído por terrenales preocupaciones, o acaso cometa un error humano al no valorar el tiempo de frenada, sin descartar que le resbale su zapato húmedo sobre el pedal de freno.
Obviamente, tales posibilidades se duplican si tienen lugar al cruzar un paso de peatones en vía de doble dirección y se multiplican tantas veces como vías tengamos que atravesar en nuestro camino.
En fin, no es por ser catastrofista pero esos riesgos se materializan. Nos refugiamos en que son excepcionales y que además le tocan a otros. Cierto, pero eso no quita que juguemos a la ruleta cada vez que pasamos por una vía pública. El riesgo es mayor si vamos pendientes de nuestro móvil, y crece exponencialmente si cruzamos de noche, pero mucho más si es noche de sábado, donde el trasiego de conductores con prisas y bien alimentados o bebidos sube, y no digamos si es cerca de la madrugada, donde ni conductores ni peatones suelen estar en plenitud de condiciones.
Estas simplonas reflexiones me trajeron recuerdos de otro incidente personal que me dejó huella y que comparto….
1. Hace unos siete años (¡Sí, hace mucho!… pero lo recuerdo vívidamente) cruzaba el paso peatonal de una vía rodada en el centro urbano de Oviedo, en lugar de máximo tránsito peatonal, y lo hacía cerca de las 12 del mediodía para tomarme un café en la pausa laboral con un amigo. Mientras cruzaba con seguridad y calma, pude ver que a mi izquierda se aproximaba un vehículo grande y rojo.
En décimas de segundo me pasó por la mente que aquél vehículo iba muy rápido y además apuraba demasiado el tiempo de frenada pero seguí caminando sin acelerarme hasta que, percibí que el topetazo era inminente, y de forma instintiva salté sobre el capó y rodé sobre él, girando como gato escaldado, y cayendo por un lado del vehículo con gran estrépito del ruido del frenazo, mi caída y gritos de peatones.
2.Lo sorprendente del incidente, absolutamente real, fueron estas circunstancias:
- Caí en pie (Cosa sorprendente con el revolcón y la sacudida)
- No solté en ningún momento mi móvil iPhone de la mano (Curioso el mecanismo de contracción de la mano para aferrarlo en plena evolución).
- El conductor, de edad madurita y con gesto preocupadísimo, salió del coche repitiendo un angustiado “No le ví, no le ví”, e insistía en llevarme al hospital. Lo agradecí porque normalmente hasta el conductor suele culpar al peatón.
- Una nube de personas nos rodeaba mirándonos curiosamente como el público romano a los gladiadores.
- Un individuo con aspecto ocioso, a quien no conocía de nada, se quejaba a gritos de que “iban como locos” y que había que llamar a atestados.
- Una señora mayorcita con gesto bondadoso y carrito de compra, se me acercó y me dijo: ¡Naciste, chavalín!, ¡¡Naciste, chavalín!!. Y confieso que lo de “chavalín” me dejó contentísimo.
Así que, calmé a los circundantes y rápidamente me fui a la cita con mi amigo, caminando y sin magulladuras ni daño aparente.
Como llegué más tarde de lo previsto al café, mi amigo me preguntó las razones, le dije: “Si te digo que me acaban de atropellar no me creerías, así que mejor no te lo digo».
3. La enseñanza de este incidente o accidente fue doble.
La primera, que lo de las siete vidas del gato no debe ser cierto porque ya las he consumido sobradamente.
La segunda, que no sabemos donde nos aguardan las sorpresas, porque eso que llaman destino es el resultado de muchísimas variables que no controlamos.
Quizá ese accidente me demoró e impidió que me cayese una maceta de un edificio o me atropellase mortalmente otro vehículo. O quizá el conductor aprendió a tener más cuidado en el futuro y le salvé indirectamente la vida a alguien.
¿Se imaginan la de personas cuya vida hubiese cambiado si un torpe conductor hubiese atropellado a los cuatro Beatles cuando atravesaban el paso de peatones de Abbey Road?
En consecuencia ni tenemos que ir por la vida como dueños del control de todas las situaciones, ni tampoco como débiles cáscara de nuez en la tormenta del azar. La clave radica como todo, en el equilibrio; en conducirse con actitud alerta ante las variables que podemos controlar pero siempre dejando abierta la puerta a un posible factor azaroso que cambie nuestros planes.
O sea, podemos soñar o caminar hacia un destino o meta, pero no podemos responsabilizarnos de las turbulencias ni cambios de dirección del viento.
El avión de nuestro vuelo de cercanías puede explotar. El coche más seguro del mundo puede acabar con la vida de su dueño. El plato más exquisito del restaurante de más estrellas Michelín puede provocarnos retortijones. La película más alabada por la crítica puede ser un somnífero. El día soleado puede truncarse en tormenta y la persona que creíamos perfecta en la adolescencia volverse insoportable en la madurez. No hay plena seguridad. Eso sí, lo probable es que el vuelo llegue bien y que nuestro coche funcione perfectamente; que la comida del restaurante resulte deliciosa, que la película sea estupenda y que tras la tormenta salga el arco iris, como que puede que nuestra juvenil pareja mejor con el tiempo como los vinos. Probable, pero seguro, seguro, seguro… poco.
Y dicho esto, en vez de ocuparnos del destino centrémonos en el presente, porque el viaje es más interesante y más seguro que la meta.
Así que seamos felices y bailemos mientras podamos.
Celebro que estés bien. Me has tenido en vilo. Chavalín :-))
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Ayuda mirar al conductor antes de empezar a cruzar. En el gesto de ambos y si empieza a frenar, la mayoría de las veces se adivinan las intenciones. No se puede confiar solo en la preferencia. Me recuerda la moraleja de un cuento que leía a mis hijos de un niño en bicicleta que resultó atropellado: «Tenía preferencia, pero le faltó prudencia «.
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